domingo, 6 de junio de 2010

El Final.

Sueño del 9/09/2009.

Me encuentro trabajando en un a oficina. Las paredes son grises y el techo es alto, hay mesas individuales bastante juntas, y la estancia tiene forma de "L". La luz grisácea del día apagado se mezcla con las bombillas amarillas pálidas. La gente, de edades bastante distintas, trabaja concienzudamente, llevando papeles de un sitio para otro. Al poco rato todo el mundo deja sus tareas y el trabajo da paso a una fiestecilla de oficina. Todos hablan y ríen animados, beben y se relajan, muchos llevando gorritos de fiesta con forma de cono. Miro al exterior, a través de las típicas ventanas de oficina con persianas de barras de plástico. Me entran ganas de ir al servicio y cuando llego me lo encuentro en un estado lamentable de suciedad, que me obliga a estar de puntillas mientras meo.

Después de ir al baño salgo por la apertura que hay donde antes había una pared. La oficina está abierta a una llanura, y a pocos metros hay un barco encallado. El cielo es gris y las nubes amenazan con una lluvia fuerte, hace fresco, huele a humedad y la hierba alta y verde oscuro está mojada. El barco está inclinado hacia un extremo, como si se hubiera partido por la mitad y el centro estuviera hundido en el suelo. Hay mucha vegetación cubriendo la madera, que está hinchada y ennegrecida por el paso del tiempo. Puede que el barco se hubiera incendiado tiempo atrás. Mucha gente está saliendo de la oficina, esparciéndose por la pradera sin alejarse mucho. Entre los que salen de la oficina hay una mujer vestida con un traje rojo de una pieza.

Me acerco al barco y veo que hay tres cofres posicionados formando un triángulo, como en un podio. Sin saber muy bien por qué, entiendo que los cofres son la herencia que nos ha dejado un hombre al que no llegué a conocer. La cantidad de riqueza es inmensa, y por razones desconocidas me corresponde la mayor parte de la herencia. No hago preguntas. Me doy la vuelta y me dirijo hacia la inmensa masa de gente que hay por la pradera, donde algunos van a lanzar unos globos al aire, o quizá sean fuegos artificiales. Comienzo a cantar, y poco a poco la gente se me va uniendo. Cuando cambio la melodía la gente cambia en el acto conmigo, y si cambio la dirección de mis pasos así lo hace la masa. Todos cantamos exactamente lo mismo, gritamos lo mismo, y nos dirigimos hacia el mismo sitio. Siento que se mueven un poco como marionetas que dejan que otro les mueva las piernas y los brazos. Nadie se fija en mi, ni se dan cuenta de que hago de director de orquesta con la masa. Somos praderas y praderas de gente.

Llegamos a la falda de un pequeño barranco, y delante nuestro se abre una cueva que tiene un gran agujero en el techo por el que desciende una escalera de mano, de cuerda, de color blanco. No se ve el otro extremo del agujero, sólo la escalera que asciende hasta que se pierde de vista. La gente ha dejado de avanzar. Comienzo el ascenso.

Subo y subo durante horas, la escalera parece interminable. Las paredes del tubo de roca por donde voy ascendiendo van cambiando de anchura, y aunque la textura siempre es de un color rojizo también va cambiando. Llega un punto en el que el suelo se deja de ver, y tanto mirando arriba como abajo sólo se ve una línea blanca que desaparece en un círculo negro. Al seguir subiendo, una de las paredes del tubo de roca se abre muchísimo dando lugar a una caverna gigantesca donde aparecen unos árboles delgados y blancos. No se ve el otro extremo de la cueva, sólo un negro absoluto. No se ve dónde empiezan ni acaban los árboles, que ya forman un pequeño bosque suspendido en mitad de la nada. La escalera sigue ascendiendo pegada a lo que ahora es una concavidad en la pared, que antes era el tubo.

A medio trayecto de subida desde que aparecen los árboles me paro un poco a descansar. Me cuelgo por las axilas de un peldaño y recupero el aliento, pero ni me planteo el parar de subir. Tras un rato de descanso retomo el ascenso. Desde hace ya varias horas que no he visto ni sentido a nadie. El único sonido que hay es el retorcerse de las cuerdas y mi propio jadeo. Ni siquiera hay eco en la cueva. No me atrevo a mirar mucho en las profundidades del bosque albino.

La caverna se cierra, y dejo el bosque atrás. El tubo se va estrechando cada vez más, y comienza a oler a humedad muy intensamente. Me duele el cuerpo entero y tengo las manos ardiendo, pero acabo el último tramo. Llego al final de las escaleras y el panorama es completamente desconcertante. Las cuerdas van a dar a una trampilla situada en el suelo de una habitación. El suelo es de madera, y la trampilla está abierta. La habitación constituye el piso bajo de una casa que tiene además un pequeño cuarto arriba que da a un balcón. Hay más gente en la casa, seremos unos doce. Una chica me dice que me asome al balcón, que tengo que ver lo que hay fuera de la casa. Subo al piso superior y según me asomo al exterior me quedo boquiabierto. La casa se balancea mucho si todos nos juntamos en un mismo punto, así que unos tienen que hacer de contrapeso de otros.

El pequeño edificio flota en el borde del mar, justo debajo del balcón se encuentran las cataratas del fin del mundo. No parecen muy profundas, al menos lo que se puede ver de ellas serán unas cuantas decenas de metros. Las cataratas se extienden indefinidamente a la izquierda de la casa, y a la derecha avanzan unos veinte o treinta metros, hacen un giro de 90º hacia la derecha y se extienden indefinidamente. La casa está en la esquina del mar. El cielo es azul claro con algunas nubes blancas muy altas y rechonchas, y hay mucha luz. Supone un cambio drástico comparado con el cielo gris y apagado de las llanuras que había al pie de las escaleras. Al otro lado de las cataratas, donde se supone que no hay nada, hay más mar pero no es agua lo que se ve, se parece más a olas hechas de humo traslúcido definido por delgadas líneas negras, como si fueran llamas negras en una fogata aunque tienen una dinámica de movimiento mucho más acuático, no tanto de fuego. Si tocamos este mar traslúcido no nos mojamos, lo atravesamos como si no estuviera ahí. Por la trampilla aparece alguna persona de vez en cuando, y a todos ellos les enseñamos el panorama. Ninguno sabemos muy bien qué hacer, pero siento demasiada curiosidad como para no intentar nada.

Cambia mi visión en el sueño, y paso a observador en tercera persona. Veo las escaleras y a un hombre, que rondará los sesenta años, subiendo por ellas. El hombre se encuentra cansado de subir escaleras y decide hacer una parada para descansar, deja las escaleras y se sube a un árbol blanco y lánguido del bosque albino. Está sumamente nervioso y empieza a comerse las uñas descontroladamente. El hombre a medida que come más y más se va transformando. La expresión de su rostro se vuelve más ausente, el iris de sus ojos se vuelve casi completamente negro, y los dientes se le afilan levemente. Ya casi no le queda carne en la mano. Veo cómo sube una señora, y cuando llega al bosque albino se encuentra con el hombre que ya no tiene más que hueso en la mano, los dientes son serrados y llenos de restos, y los ojos negros enteros y con la mirada perdida. Se acerca a ella con una velocidad increíble, le abraza la cabeza y se pone a acariciarle el pelo y la cara mientras le susurra que ha de subir y no detenerse, porque de otra manera sería incorrecto. No le hace daño, pero parece que dentro de no mucho se va a perder definitivamente.

Arriba, llevamos un rato viendo figuras humanas al otro lado de las cataratas, entre el humo traslúcido.Después de mucho pensar decidimos jugárnosla así que dos personas más y yo cogemos carrerilla y saltamos al vacío con las tripas encogidas. Caemos en tierra firme. Cuando miramos atrás vemos que la casa y el mar donde estaba ahora son humo negro traslúcido, y que el suelo que pisamos está al borde de unas cataratas idénticas a las que hay al otro lado. Hablamos con los nuevos conocidos y volvemos a saltar a la parte donde estábamos antes. Empiezo a plantearme la situación de una manera super filosófica rara. Fin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario