sábado, 20 de noviembre de 2010

El saber se suda.

Sueño del 19/11/2010.

Estoy en unas excavaciones, es de día y el sol casi te hace hervir el sudor. La tierra es de un color marrón claro y es muy blanda, se deshace en polvo cuando tomas un puñado en las manos. Todo el paisaje es árido. Estoy con un grupo de personas visitando los descubrimientos que están haciendo los arqueólogos. Nos enseñan unas estructuras de unos tres metros de altura que están desenterrando. Son catapultas de guerra bastante primitivas. Nos cuentan que probablemente fueran diseñadas para se ancladas a muros fijos y utilizarlas defensivamente ante asedios.

Cambio.

Abro los ojos. Oigo el mar. Estoy de pie al lado del grupo de personas que estaban conmigo en las excavaciones hace un momento. Charlan alegremente. Inspiro profundamente el aire húmedo hasta llenar los pulmones y me pongo en el presente. Hablo con un hombre joven algo mayor que yo, que viste unas ropas curiosas formadas por unas sandalias altas, una falda de cuero que llega hasta la rodilla, más larga en una pierna que en otra, unos pantalones cortos debajo, y una camisa sin mangas de color azul marino metida por dentro de la falda. También tiene una tira de cuero cruzada desde la parte derecha de la cadera hasta el hombro izquierdo. Tiene el pelo liso, castaño claro, y bastantes trenzas mezcladas. Debo tener quince años, y el hombre unos veinte. Es muy simpático. Hablamos en un idioma que desconozco, aunque no tengo problemas para comunicarme con nadie. Pregunto acerca del lugar donde nos encontramos y la fecha que es. Me dice que estamos en la costa de una región que desconozco, y me menciona una referencia temporal que tampoco entiendo. Me dice que me rodea la civilización de los atlantes. Entiendo varias cosas.

Para empezar no reconozco ni el lugar ni la fecha porque no tienen ni la concepción de países y utilizan otros nombres y otras referencias temporales. Debemos encontrarnos unos pocos miles de años antes de la civilización egipcia. La Atlántida no es ninguna isla mágica que se mueva por los océanos ni nada por el estilo. Es una civilización suficientemente antigua como para que se hayan perdido o confundido sus rastros. Me parece lógico, si cuesta conocer la verdad acerca de acontecimientos y pueblos de hace dos mil años no sería raro que hubiera habido grandes civilizaciones hace más de seis mil o siete mil años de las que no quedase nada, o en caso de quedar algo que fuera confundido con restos de otros pueblos más recientes. Tengo mucha curiosidad por saber más, conocer más del pasado y del presente de esta gente. Le digo a mi nuevo amigo que dónde podría aprender más de ellos. Me pide que le siga.

Llego a la base de una torre muy alta que asciende retorciéndose en espiral. Está hecha de algún tipo de piedra con juntas de una masa marrón claro. Las piedras son de tamaño medio, cada una debe pesar unos cinco kilos. La torre está hueca por dentro, sólo hay una habitación, como si se tratara de la piel de una serpiente, y lo único que hay dentro es una columna muy blanca justo en el centro de la habitación que asciende imitando el contorno de la torre sin llegar a tocar sus paredes. Hay mucha luz. Nos acercamos a la base de la columna, y me doy cuenta de que está llena de grabados, dibujos y escrituras. De nuevo, no conozco ni un solo carácter pero comprendo lo que está escrito. El atlante me dice que grabada en la columna está toda la historia de su pueblo. Los acontecimientos más antiguos se encuentran en la base y los años pasan con cada metro que se asciende. "¿No querías saber más? Pues vas a tener que trepar" me dice con una sonrisa. Claro, cada vez cuesta más subir y cada palmo que se asciende añade más riesgo a la caída. Es su manera de representar el valor que tiene el conocimiento. Si uno quiere volverse más sabio tendrá que sudarlo y cada vez será más difícil. Me acerco a la columna y ya me están sudando las manos. Antes de subirme observo todo lo que puedo desde el suelo, y luego doy un salto y abrazo la piedra. Voy impulsándome con las piernas y fijando con los brazos. Como es un cilindro, para poder leer todo a veces me tengo que descolgar un poco dando la espalda al suelo, y la sensación de vértigo se dispara.

Al principio eran duros con los demás, aunque era necesario pues la gente tenía que aprender del dolor que acarreaban los tiempos difíciles. Aprendieron, y la civilización prosperó. Barcos con los que explorar los mares y los océanos, con los que llegar a otras tierras. Cada vez un conocimiento mayor acerca del mundo y la vida. El pueblo era pacífico y sólo había lugar para el desarrollo y la evolución. No construían ciudades grandes, pero si muchas a lo largo de las costas y cerca de los ríos. Había otras gentes, con las que se llevaban bien ya que no eran invasivos sino cooperadores. Tiempos felices y gloriosos. Llego al presente, justo cuando se termina la columna y llego al tejado de la torre. Mi amigo está aquí arriba, mirando unos planos junto con otros tres atlantes de más edad, al lado de unas estructuras por hacer. Me dice que es la primera vez que construyen esto, y que no tienen ni idea de cómo montarlo. Reconozco al instante de lo que se trata. Son las catapultas de guerra que había visto en las excavaciones. De pronto entiendo lo que está pasando. Esto es el fin de los atlantes, el momento en que construyeron máquinas de guerra y combatieron contra otros pueblos. La aparición de la guerra acabó con ellos, destruyó lo que eran. Todo se pone blanco y gira. No veo el suelo...

Fin.

viernes, 19 de noviembre de 2010

La ciudad cubo es oscura.

Sueño del 10/5/2009.

Juan y yo vivimos con nuestra madre de poca estatura, nuestra tía podrida por dentro y manipuladora de profesión, y la mujer de mi hermano quien, a falta de personalidad propia, adopta el carácter ponzoñoso de las otras dos mujeres cada vez que está con ellas. Esta última está embarazada y no se lo ha dicho al padre, gran idea de nuestra tía. Juegan con sus parcelas de poder de manera absurda. El día a día es una auténtica tortura. Nadie siente amor por nadie, salvo por mi hermano y por mi. Nuestra pequeña casa de techo bajo y paredes de piedra gorda está en mitad de la nada, rodeada de colinas suaves con pocos árboles. Sopla bastante viento por lo general, aunque es cálido.

Mi hermano es igual que en la realidad y yo soy algo más alto y más gordo, de constitución corpulenta. Tengo el pelo liso por los hombros y la cara cuadrada.

Llega un momento en que decidimos largarnos de la casa a ver mundo. Nos hacemos con unas provisiones muy básicas y prácticamente nada de ropa aparte de lo puesto, para viajar ligeros, y nos ponemos en marcha. Recorremos las colinas conocidas próximas a nuestra casa y después de todo un día llegamos a unas llanuras que parecen un océano que se pierde de vista a lo lejos. No hay ni un solo árbol, ni un pueblo ni nada que recuerde que hay gente en este mundo. Descansamos y al día siguiente nos encontramos con un ejército liderado por un hombre americano fuerte pero con panza con la cara muy curtida por el sol. Nos cuenta que están alistando a gente para formar una fuerza armada independiente que no responda por ninguna bandera, un ejército movido por una ideología y unos objetivos muy elevados y desatados de cuestiones políticas entre naciones. Nos alistamos. Somos unos pocos miles. Los primeros días viajamos por campos y cultivos a cielo abierto, alejados de las ciudades o poblaciones numerosas. Cada vez que anochece el cielo se llena de estrellas y sutiles trazas de galaxias de colores cálidos y apagados. Entre estrellas y la luna se iluminan los campos con una luz azul que le da un toque fantasmagórico al mundo.

El americano nos comunica que nos dirigimos a un encuentro con el ejército inglés para intercambiar bienes nuestros por explosivos suyos. A los pocos días de viaje nos encontramos con ellos. No son tan numerosos como cabría esperar, su número no llega a doblar el nuestro. Van como nosotros, a pie, sin maquinaria ni nada por el estilo. Algo le ha debido de pasar a este mundo porque a pesar de haber alta tecnología todo se haya en un estado bastante disgregado y decadente, formado por pequeños núcleos de poblaciones poco conectados unos con otros, extensiones interminables de tierra sin rastro de haber sido afectadas por la mano del hombre, y ejércitos de tamaños ridículos (en comparación con los de esta época) vagando de un lado a otro sin tener un objetivo muy claro. El trato con los ingleses sale muy bien, y todos retomamos la marcha.

Pasan dos años.

Estamos muy curtidos. Ya no vamos con el ejército, seremos un grupo de menos de veinte hombres. Juan sigue vivo, y está a mi lado. Vestimos todos de rojo, con un uniforme muy duro que presenta un fuerte desgaste. Llegamos a una ciudad. Todo está construido formando un gigantesco cubo, con los diferentes barrios y calles dispuestos a distintas alturas formando niveles diferenciados. La ciudad resume todo lo malo que puede encontrarse en el alma humana. Sonrisas falsas en cada cara, un materialismo desenfrenado, una lujuria retorcida, inseguridad en cada mirada y mentiras en cada palabra. Es un escenario, un falso cascarón de placer y ocio que dentro no tiene nada salvo el vacío. Puede que sea por haber estado dos años viviendo bajo el cielo, rodeados de naturaleza, o por la fuerte disciplina militar a la que nos hemos visto sometidos, pero los que llegamos de fuera nos sentimos radicalmente separados del resto de la gente, no nos identificamos ni con la ciudad ni con nada de lo que esta nos ofrece. Luces de neón anunciando mujeres, todo tipo de estimulantes y drogas opiáceas, salones de juego con niñas como camareras, discotecas-prostíbulo a miles en cada nivel del cubo...

A Juan y a mi nos llega la noticia de que nuestra familia vive ahora aquí, en uno de los niveles inferiores, en una casa en el distrito de las tiendas de ropa y moda, así que decidimos ir a verlas. Quedamos en encontrarnos en la dirección que nos han dado, y nos separamos. Según estoy bajando en un montacargas de los que recorren la sección central del cubo comunicando niveles, me encuentro a Pocho y a Beto, ambos encantados con la ciudad y sus posibilidades. Van bastante borrachos, y parecen muy felices. Dos mujeres que hay a nuestro lado se nos insinúan de manera muy obvia a Pocho y a mí, y les doy largas hasta que llegamos al nivel donde me bajo. Abrazo a mis amigos y me voy al encuentro con Juan. Nos encontramos delante de una pequeña tienda alargada de paredes color pastel, con el techo bajo, que da a una zona repleta de tiendas. Entramos. Están absolutamente desquiciadas. Me entero de que mi cuñada sigue embarazada (para ellas han pasado seis meses) y lo ha mantenido en secreto. Juan no lo sabía hasta que le ha visto la panza. Nos echan en cara todo el rato que las hemos abandonado, las hemos dejado de lado egoístamente. Casi no paran de vomitarnos insultos. No se que hace mi hermano pero me largo a los niveles superiores del cubo, para alejarme lo máximo posible de este nido de locas.

Al llegar arriba del todo me encuentro en una habitación con una ventana alargada de cristal a través de la cual se ve un mar de tuberías roñosas de distintos tamaños, que se entrelazan formando la superficie del cubo. Se está haciendo de noche, y todos los trabajadores se vuelven al interior de la estructura corriendo. Algo pasa durante la noche, algo lo suficientemente serio como para que no haya ni guardias cerca de la superficie. La luz del cielo casi ha desaparecido cuando reconozco a Francisco sujeto a una tubería grande, en una especie de pared que forman los tubos. Llora desconsoladamente. Le grito que se de prisa y vuelva a la seguridad de la ciudad, y me dice que no puede más de vivir en este sitio, que no es capaz de soportar la locura que hay en cada milímetro de la ciudad. Su cara transmite la absoluta derrota, el abandono total. Se impulsa con las manos y desaparece entre el mar de metal oxidado que cubre el cubo. No se le oye caer. No hay golpe. No choca al llegar al suelo. Ya está ahí, sea lo que sea lo que aparece por las noches está ahí delante, entre los tubos.

Cierro la ventana a toda prisa y me agacho, de tal forma que desde fuera no se me vea a menos que se esté pegado a la ventana. Desde un montacargas sostenido por cadenas me llama, haciendo señas, un trabajador con un mono naranja. Me dice que salga de ahí de inmediato o corro el riesgo de morir. O de algo peor. Ya siento la presencia amenazante en el exterior, pero ¿qué es? No se ve nada, sólo una oscuridad total que engulle el cubo. Siento miedo. Muchísimo miedo ante eso desconocido que acecha. Pero también siento una curiosidad tan grande como el miedo. Necesito saber qué es. Necesito verlo. Nadie nunca ha vivido para contarlo... ¿qué puede ser? Siento que lo que hay fuera sabe que estoy agazapado debajo del cristal, puedo sentir que me siente. Quiere que me percate de que sabe que estoy agachado al otro lado de la ventana. Y quiere que yo sepa que se acerca. Ya no puedo más. Me levanto. Estoy de pie a pocos centímetros del cristal de la ventana. Al otro lado hay un hombre mirándome a los ojos. No sonríe.

Toca el cristal. Golpea lentamente con la mano la ventana, que retumba como si acabara de ser impactada con muchísima fuerza. Cada vez se van distinguiendo más figuras en las sombras. El hombre me habla vocalizando mucho, le veo los dientes que tienen un color rojizo. Me dice que les excluimos del interior y les condenamos a vivir sin luz. Y quieren lo que les pertenece. Su piel es de un tono verde oscuro; el pelo también oscuro, con un tono ocre. Se abalanzan contra el cristal que se rompe en pedazos. Entran de golpe unos veinte. Comienza una pelea muy confusa porque la oscuridad se va tragando todo. Junto a mi pelean otros soldados. Se oyen disparos y golpes, pero el sonido es lejano y muy amortiguado. Casi cuesta respirar y cada vez se ve menos. Me giro retorciéndome soltándome de los brazos que me agarran, y paro los golpes que me vienen de todos los sitios, golpeando yo con fuerza a los hombres de piel dura. Los tiros vuelan desorientados, pero no recibo ningún impacto. De vez en cuando se oye cómo agarran entre varios a un soldado y se lo llevan por la ventana. Son muy fuertes y están llenos de odio, pero no saben pelear. Poco a poco vamos tumbando a uno tras otro. La oscuridad se arrastra hasta el exterior de la habitación. Desaparecen entre el mar de tubos. No hay un solo cuerpo en el cuarto aparte de los soldados jadeantes. Les hemos aguantado. Por ahora, al menos. Fin.